martes, 27 de julio de 2010

La primera comunidad de Frailes Dominicos en América

Los frailes de la primera comunidad
“No hay nada que dé tanta libertad de palabra, nada que tanto ánimo infunda en los peligros, nada que haga a los hombres tan fuertes como el no poseer nada, el no llevar nada pegado a sí mismo. De suerte que quien quiera tener gran fuerza, abrace la pobreza, desprecie la vida presente, piense que la muerte no es nada. Ese podrá hacer más bien a la Iglesia que todos los opulentos y poderosos; más que los mismos que imperan sobre todo”.

San Juan Crisóstomo. Homilía II sobre Priscila y Aquila.

No sabemos si Bartolomé de Las Casas tenía conocimiento de esa homilía de San Juan Crisóstomo, pero poco impor ta, porque las citadas consideraciones forman par te de la experiencia común y de la sabiduría evangélica. Lo cier to es que, tras haber referido el sermón de Montesinos, Bar tolomé de Las Casas escribió en su Historia de las Indias: “Con su compañero se va a su casa pajiza, donde, por ventura, no tenían qué comer, sino caldo de berzas sin aceite, como algunas veces les acaecía”.

En efecto, “por ventura”, pues el sermón de los dominicos, como bien puede imaginarse, había causado un grandísimo revuelo e inmediatamente se organizó la protesta para ejercer presión sobre ellos a través de la máxima autoridad de la isla. Cuando el gobernador Diego Colón visitó la choza de los frailes para amenazarles con que, en caso de no desdecirse del sermón, debían ir recogiendo sus cosas para embarcar hacia España, Pedro de Córdoba pudo replicarle: “Por cierto, señor, en eso no tendremos mucho trabajo”.

Así era, pues el haber de aquellos frailes se reducía a un puñado de cosas. Por casa tenían una choza que les había prestado un tal Pedro Lumbreras y que se encontraba al fondo de su corral. Su dieta habitual consistía en cazabí(un pan de raíces con muy poca sustancia), cocido de berzas (muchas veces sin aceite, solamente con ají, la pimienta de los indios), algunos huevos y, de cuando en cuando, un pescadito si aparecía. Sus camas eran unos cadalechos construidos con varas puestas sobre horquetas y cubier tos con colchones de paja seca. Sus vestidos estaban hechos de tela tosca y áspera, y sus túnicas de lana mal cardada. A ello había que añadir los utensilios para decir la misa y “algunos librillos que pudieran quizá caber todos en dos arcas”, como diría más tarde Bar tolomé de Las Casas. Organizar el retorno a España en semejantes condiciones no habría exigido, en efecto, ningún trabajo.

¿Quiénes eran aquellos frailes? El Maestro de la Orden, fr. Tomás de Vio Cayetano, había pedido al Provincial de España que consiguiera de la corona de Castilla el permiso requerido para enviar quince misioneros al nuevo mundo. En septiembre de 1510, como hemos dicho, llegaron los cuatro primeros: fr. Pedro de Córdoba, como Vicario; fr. Antonio de Montesinos, ya famoso predicador en Castilla; fr. Bernardo de Santo Domingo, el más letrado de ellos; y fr. Domingo de Villamayor, un hermano cooperador, que poco después tuvo que regresar a España. Sucesivamente fueron llegando otros frailes hasta completar el número estipulado.

Interesa saber, más que sus nombres, cómo entendían la misión de la Orden y con qué criterios la pusieron en práctica en una situación novedosa, complicada y conflictiva. Nos fijamos en dos aspectos: el ambiente en el que se formaron y el talante religioso con que emprendieron su proyecto de evangelización.

Podemos caer rápidamente en la cuenta del tipo de formación recibida por aquellos frailes si nos percatamos de que eran herederos del talante espiritual de fr. Juan Hur tado de Mendoza. Durante los siglos XIV y XV, en par te como consecuencia de la peste negra, la vida religiosa se había visto reducida a un estado de relajamiento y postración - la denominada “claustra” - en el que prácticamente llegó a perder su razón de ser. A fin de devolver a la vida religiosa su frescura y sentido originales, la Provincia dominicana de España había erigido la Congregación de la Observancia, constituida por conventos en los que las observancias regulares y la finalidad de la Orden eran vividas en su integridad y pureza.

El propulsor y el alma de dicha reforma fue, en efecto, Fr. Juan Hurtado de Mendoza, alma luminosa y ardiente que encarnaba el espíritu de Santo Domingo. Durante mucho tiempo se dedicó a la enseñanza como Maestro en Teología, dedicando plenamente los últimos años de su vida al apostolado popular. En su vida se daban cita esos dos elementos esenciales en la misión de la Orden que son el estudio y la predicación. Entre las observancias regulares insistió en la pobreza, que consideraba como uno de los signos más auténticos de la consagración religiosa, y en la obediencia como garantía y expresión de fidelidad al espíritu comunitario de la Orden.
Fr. Juan creó escuela y dejó una espléndida descendencia, pues sus discípulos mantuvieron con la mayor veneración lo aprendido de su maestro: rigor en la pobreza, asiduidad en la oración, constancia en el estudio y celo en la predicación. Entre tales sucesores se encontraban los frailes que predicaron el sermón de adviento por boca de Montesinos.

Tal fue la formación generadora del talante religioso que latía en su proyecto de evangelización. Las palabras con que fr. Domingo de San Pedro, maestro de novicios del convento de San Esteban de Salamanca, despediría más tarde a los cuarenta misioneros que acompañaron a fr. Bar tolomé de Las Casas a la toma de posesión del obispado de Chiapas en 1544, reflejan muy bien el coraje evangélico con que la Orden se hizo presente en las tierras americanas. Les decía:

“Estoy cierto, hijos míos, que no os veré más, en primer lugar porque mis largos años me tienen muy cercano a la muerte y, en segundo lugar, porque, aunque viva muchos, no os tengo por tan cobardes que, saliendo a guerrear, donde se vence con perseverancia, os volváis otra vez a casa de vuestra madre.

Se me rasgan las entrañas de dolor al veros ir pues os he criado a todos desde muy tierna edad y de vuestra profesión y virtud, prudencia y letras comenzaba a coger los frutos de mi trabajo. Pero con veros partir tan determinados para cumplir el ministerio que profesasteis en la Orden de nuestro Padre Santo Domingo, que es la dilatación del Evangelio, bien y salud de las almas, la mía se llena de regocijo y de alegría (…) Como valientes habéis comenzado, como fuertes perseverad, pues el asunto a que vais es de Dios y Él os asistirá siempre con su gracia. Muchos son los peligros, pero mayor será su favor para salir bien de ellos. Acordaos de nuestro glorioso Padre Santo Domingo (…)

No sé que haya herejes ni enemigos de la fe de Jesucristo, nuestro Señor, en la tierra a donde vais. Pero, por informaciones fidedignas, estoy cierto que en ella hay muchos que abundan en agravios. Vosotros vais a contradecirlos y a oponeros a sus obras (…) y a liberar a los naturales, que injustamente tienen por esclavos (…) No salís de una plaza donde no hay que pelear, que muy ejercitados os he visto en obras de mortificación y penitencia hasta el punto de haber tenido que pediros moderación para que no os acabaseis. No las olvidéis, os ruego (…) Principalmente la santa pobreza. Mirad que vais a tierra tentadora donde el oro y la plata truecan el sentido y emborrachan el alma, sacando a un hombre de sí para hacerle olvidar las obligaciones de su estado. Cuando recibisteis este santo hábito, dejasteis lo propio. No apetezcáis ahora lo ajeno. Y quien dio tan libremente a Dios lo que tenía, no reciba de los hombres lo que le ha de hacer perder su depósito guardado en parte donde no lo roban ladrones, ni el orín lo come ni deshace.

Oigamos siempre en esta santa casa buenas nuevas de vosotros. Y os pido de parte de todos los frailes de esta santa casa que nos comuniquéis a menudo las adversidades para remediar con las oraciones de vuestros hermanos, así como todos vuestros sucesos para alegrarnos”.

De ese talante estaban hechos los frailes que, dejándose alcanzar por el sufrimiento de los indios, tuvieron la entereza de ponerle voz y de no dejarse amilanar por los intereses de los encomenderos que pretendían chantajear por boca del gobernador.


PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO

1. ¿Cuáles son los peligros contra los que el maestro de novicios aler ta a los enviados? ¿Qué motiva su confianza en ellos? ¿Qué otras cosas nos llaman la atención sus palabras de despedida?

2. ¿Cuáles son los elementos esenciales del carisma de la Orden que encontramos en la formación y vida de los frailes de la primera comunidad dominicana en América?

3. En la Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II la Iglesia dice que “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”. ¿Qué aspectos de nuestra tradición dominicana nos facultan para realizar ese sentido eclesial?

4. La propagación del evangelio pasa por el conflicto con quienes agravian a las personas con sus injusticias y por la liberación de éstas. ¿Cultivamos esa sensibilidad en nuestros ámbitos de formación, tanto la institucional como la permanente?

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